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29 de septiembre de 2009

Soplo

El sol tibio aparece luego de tremenda lluvia, poco a poco brotan seres en la plaza, los más son desharrapados y con los pies cruzados, tropezando, empujándose, los menos bajan de carros, que ayuda a estacionar el Juan, que con cara calcinada, pelo escurriendo agua serosa genera desazón cercana a la repugnancia, pero ellos que pueden hacer, las indicaciones del espontáneo guía son claras, su voz firme ayuda.

En la plaza de piedra, los seres ya desmotorizados, caminan presurosos y desaparecen en los edificios circundantes, se quedan los otros, comandados y controlados por el Juan, quien imponente, sudando frío no bebe durante el día, trabaja hasta las seis con su mujer y su hermano, zorros beodos que a sus espaldas, sacan los ojos solapados, solo en calidad de ayudantes y en caso necesario.

La jauría de compinches es otra cosa, vinieron a amenazar temprano en el día aunque sin convencimiento y desaparecieron; vuelven entrada la tarde, en tropel, queriendo dañar los carros, presionando para que el Juan les compre licor de las propinas recibidas, entonces este saca el fierro grande, los hace correr hasta las seis, hora en que abandona el trabajo, para caminar junto a ellos envuelto en murmullos, adquiere un litro de alcohol fuerte, que basta para todos, impulsando la algazara.

La noche reproduce los sonidos intensos, de golpizas de confianza con varios fuereños, sumando más tarde la consabida pelea por celos, que dispara el lío e intervienen los familiares de lado y lado, totalmente ebrios; el agua ardiente: gusto de familia, turba el sueño de los infantes.

Al siguiente día, completos; chuchaqui, cruda, su mujer, lava la ropa en la banca de piedra de la plaza, bajo un solazo, sedienta casi al terminar se toma el agua, lo que le produce un gran cansancio y no enjuaga; el Marco el segundo de sus niños, resulta afectado le salen ronchotas en la espalda, por la camisa seca y olorosa a jabón; a los otros no les pasa nada.

Al fin y al cabo esto es pasajero, lo principal, ¡están juntos!

Quiere dejar el trago, pensando en los hijos, como todos los domingos a mediodía, cuando van los seis al parque a jugar fútbol, cambian de vida, pero ese domingo, sobrio, siente una opresión en el pecho, mientras espera la hora meridiana- Claramente le dice al Melizalde, con el que había competido por su mujer en la juventud -

¡No te orines en el carro blanco! Lo estoy cuidando.

Entonces el Melizalde remilgado, le ofrece barato, dos sobres de mariguana, pero él pausadamente, responde que no.

Cuando insiste, le dice con firmeza que se vaya, pero este furioso le empuja; - sereno, lo esquiva varias veces, el otro cae al suelo, está en otro mundo, más oscuro, más agrio; no puedo contener el impulso de sacar el largo puñal y hundirlo desde abajo, partiéndole la panza, arruinando la capacidad de dicción.

Herido, cae resignado lentamente, tratando con las manos de tapar el formidable hueco, para que no se le escapen las tripas; su hermano incrédulo, en forma instintiva, persigue al Melizalde.


El poste de luz, a la entrada de los baños públicos de la plaza, se mancha de sangre, acostado junto a éste y sobre unos periódicos nuevecitos, va soltando la vida durante el enorme tiempo que demora en acudir el 911, llega justo después de la muerte, aunque un instante antes, quieto, pues ya no se puede mover, ve como su hermano y su esposa, lloran y arrastran al Melizalde, mientras su hijo más pequeño le pega puntapiés.


Xavier Silva - 2009

Integrante de los Talleres Literarios de la Casa de la Cultura Ecuatoriana "Benjamín Carrión".

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